jueves, 2 de julio de 2009

Resurrecciones


Las personas regularmente tienen una existencia donde mueren más de dos veces: la primera y las que le siguen (salvo la última, que es la definitiva) son cuando mueren en vida (sin morirse de verdad, pero sin la verdad de sentirse vivos), y la otra, esa que es perpetua e irretractable, es cuando finalmente mueren al sufrir el freno total de sus funciones biológicas. Morir en vida es perder las ventajas que la vida ofrece; es abandonar el barco cuando se está en condiciones de ir por cualquier ruta oceánica; es olvidarse de concretar una sola de las posibilidades que se multiplican hacia adelante; es renuncia que evade los diferentes caminos por andar. Morirse en vida es padecer una muerte prematura, es el beso que no se da, la prosa que no se escribe, el barro que se cuartea estéril sin el soplo creador, es abrir el sarcófago con las propias manos para introducirse en él (¿voluntariamente? ¡Por supuesto que NO!) inconcientemente. Sin embargo, para contrarrestar esa muerte anticipada es necesario buscar el antídoto de la resurrección. Es necesario reencarnar los huesos, limpiar los olvidos, acomodar los tiempos y las cenizas, y sustituir el antiguo obituario por una nueva fecha de nacimiento. ¿Cuántas veces has despertado en el transcurso de la vida y has decidido levantarte y andar como lo hizo Lázaro hace más de 2000 años? ¿Y después de renunciar a ese final intermitente, cuántas veces has vivido de verdad, es decir, cuántas veces te has atrevido a abrir la piel de tus sentidos y le has levantado la falda a la vida para sentir sus muslos suaves y su sexo de miel?

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