jueves, 30 de julio de 2009

El grosor de la noche

Cada año empiezo a escribir con más terquedad después de que caen las primeras lluvias de la estación. Me gusta cuando la despensa del verano se abre y deja salir el olor de la tierra mojada; los gemidos de las gotas de agua en los techos, patios y ventanas; las ináridas tristezas que forman espesura en el ambiente. Es bueno ver como, bajo el imperio de la lluvia, la altura de la noche crece y el grosor de la nostalgia avanza por los ojos, da vuelta en las arterias y se aloja en donde el alma aprieta las piernas ocultando un reducto de virginidad. La lluvia me trae los viejos cuadernos donde escribo y me incita a preñarlos con el esperma negro que se acumula en las sequías. La noche lluviosa es un espejo obscuro donde hay cristales luminosos que permiten fluir en armonía mis desvaríos literarios, mis metáforas humedecidas, mis motivos impregnados de neblina. La lluvia me transforma en un corsario que tiene como tejado a la tormenta y como tierra a la llanura marina. Sin embargo, la eternidad del verano es igual a la eternidad de un rato.

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