Las calles son el universo doméstico de los andariegos. La ruta es la estrella madre con la que se persigna el viajero. El barrio se extiende a medida que la aventura crece. Recargado en la pared del tiempo espero la llegada de un imposible que peque de voluble, el parto prematuro del que nazca una esperanza, o el pago retroactivo de la felicidad. Mientras tanto, invierto mis esfuerzos en tomarle el pulso a mis escritos para saber sobre las nuevas necedades que prometen. Paso las horas vendiendo, por centavos, la virginidad de mis certezas y el honor de mis dogmas más queridos. Me divierto por la ventana que da a la calle, viendo cómo el tedio, por ocio, raya en las paredes unas palabras que resbalan de la poesía. Hago un garabato en el papel que uso para construir un papalote y lo elevo en días nublados provocando al sol. Rastreo grafos por el barrio, y sólo para demostrar que hay cosas que no sirven me hago sacar fotos junto a ellos. Me formo en la fila de los trámites solicitando un permiso de larga vida, pero ante tantos formularios y requisitos por quintuplicado me conformo con vivir sólo por hoy. Y mientras sigo en espera, la felicidad, la esperanza y lo imposible andan de juerga colocando billetes en la tanga con que el destino oculta el porvenir.
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