martes, 21 de enero de 2014

Derrumbarse por dentro

Me siento bajo el encantamiento de las cosas comunes. Eso que circula bajo la posesión de nadie pero que está al alcance de todos. Eso que por madre tiene a la calle y por padre a lo ordinario. Me gusta andar por el centro viejo de mi ciudad, ahí por donde lo bonito se fue de compras a las plazas del norte, ahí donde los edificios se hicieron hoteles de paso porque el amor pasa portando jeans ajustados de deseo.  Me gusta la zona tolerada del Corsario Negro por la esperanza desanimada de los rostros de sus prostitutas, que sin prisas esperan los viernes de los destajistas, los sábados de los albañiles y los ratos de urgencia de los transeúntes. Me gusta la necedad del único cine porno que no cae ante las embestidas de la moral y que se empeña en abrigar entre sus butacas desangeladas a su gente, que sabe que el amor también tiene una cara miserable que besar. Me gustan los graffitis en los muros de las harineras porque reflejan la vacuidad de las cosas y el instinto de conservación cultural perenne de sus vagos y sus artistas. Me gusta la calle cuando la beso con mis pasos, subiendo las banquetas, andando sus pavimentos; tocando con la mirada sus paredones de adobe,  de piedra que da origen a casas derruidas. A la par de todo, creo que es su alma de nostalgia la que me cautiva, la soledad y el abandono que la bendicen diariamente. No me puedo liberar del magnetismo que ejercen sobre mí las casas viejas, las que han sido tocadas por el tiempo desarticulándose en granos de cascajo. Ciudades que brillaron y que hoy son nido de sombras que respiran. Ciudades que no han muerto ante el olvido de la gente. ¿Has visto renacer las ruinas de lo que alguna vez fue grande? ¿Has sabido lo que se siente derrumbarse por dentro?

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