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Derrumbarse por dentro
Me siento bajo el
encantamiento de las cosas comunes. Eso que circula bajo la posesión de nadie
pero que está al alcance de todos. Eso que por madre tiene a la calle y por
padre a lo ordinario. Me gusta andar por el centro viejo de mi ciudad, ahí por
donde lo bonito se fue de compras a las plazas del norte, ahí donde los
edificios se hicieron hoteles de paso porque el amor pasa portando jeans
ajustados de deseo. Me gusta la zona tolerada
del Corsario Negro por la esperanza desanimada de los rostros de sus prostitutas,
que sin prisas esperan los viernes de los destajistas, los sábados de los
albañiles y los ratos de urgencia de los transeúntes. Me gusta la necedad del
único cine porno que no cae ante las embestidas de la moral y que se empeña en
abrigar entre sus butacas desangeladas a su gente, que sabe que el amor también
tiene una cara miserable que besar. Me gustan los graffitis en los muros de las
harineras porque reflejan la vacuidad de las cosas y el instinto de
conservación cultural perenne de sus vagos y sus artistas. Me gusta la calle
cuando la beso con mis pasos, subiendo las banquetas, andando sus pavimentos;
tocando con la mirada sus paredones de adobe, de piedra que da origen a casas derruidas. A
la par de todo, creo que es su alma de nostalgia la que me cautiva, la soledad
y el abandono que la bendicen diariamente. No me puedo liberar del magnetismo
que ejercen sobre mí las casas viejas, las que han sido tocadas por el tiempo
desarticulándose en granos de cascajo. Ciudades que brillaron y que hoy son
nido de sombras que respiran. Ciudades que no han muerto ante el olvido de la gente.
¿Has visto renacer las ruinas de lo que alguna vez fue grande? ¿Has sabido lo
que se siente derrumbarse por dentro?
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