miércoles, 21 de septiembre de 2016

El ADN del alma

El corazón es una esfera de cristal donde los peces vuelan imperecederos. Es una pequeña caja de madera que mantiene calientitos los pies de peluche de los gatos de mi nena. Es también un sarcófago que resguarda mis versos fallecidos, mis plegarias a destiempo y las credenciales de mis caras de tristeza. También es una vasija llena de ceniza que mezclo con saliva en las madrugadas para resucitar letras que digan algo. Mi corazón tiene engranes de latón que se han oxidado con el tiempo y que ahora truenan poco a poco cada vez que los recuerdos resucitan y salen a la luz como para respirar por ellos mismos. Yo por mi corazón soy quien soy. Por él me alumbra la locura y me brotan rosas de mayo en cualquier mes del año. Gracias a sus latidos me siento vivo y vivo. Y he pensado, posiblemente dando respuesta a los que dudan de la existencia del alma, que es el corazón la madriguera donde el aliento de Dios juega a mover los hilos de mis manos. ¿Has entendido de verdad que la pecera de cristal donde nadan aves perecederas no sólo sirve para querer la vida, para apegarse a ella y para sufrir su despedida? ¿Has caído en la cuenta que el calendario del tiempo se deshoja cada día entre latidos y suspiros? Pero no importa lo que se diga de él al decir que sólo es un músculo con ventrículos y cavidades, no me interesa que los anatomistas lo diseccionen en válvulas y arterías. Lo que me interesa es que de la materia surge lo inmaterial. Así como del cerebro brota la mente y entre neuronas y sinapsis se esconden sueños y fantasías. El corazón guarda secretos inalterables, posiblemente el ADN del alma, seguramente la esencia de Dios. Pero quién va a saber de esto más allá de su inventor.

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