Me gustan los días pintados de
gris y de cobalto. Adoro a la soledad que sabe hablarme desde dentro, sin
palabras, sin deberes, con promesas. Me encanta escuchar el canto de las
sirenas que me encuentro por la calle y que me engaña con falsedades que me creo
y que venero. Me inquieta ver que mi mano lanza a mar abierto la botella
encorchada que lleva un mapa dentro y me vuelve a inquietar cuando me pregunto
si alguien leerá el mensaje y contará los pasos en el camino que lo lleven a
encontrar un falso tesoro o una promesa mal habida. Me fascina la compañía tan
sólo de una persona en el mundo y no hablo ni del amor, ni de la muerte, ni de
Dios. Me agrada salir de paseo, ser turista de lo cotidiano, perderme entre
calles y callejones, pisar la parte vieja de la ciudad, la derruida por el
tiempo y que resguarda todo aquello que no está en venta en los escaparates del
glamour. Me enloquece el destino que llega puntual a su cita cumpliendo el
deber de dar sorpresas inesperadas. Cultivo, en el huerto del corazón, lo que
amo y quiero, lo que respeto y valoro, es decir: los besos pendientes, las
postales que guardo en mis cuadernos mentales, lo venidero y lo que dejó
huella, las personas que me quieren y a las que yo amo, los escritos en voz
alta en su sepultura de papel, los tiempos de cobalto y los de lluvia. ¿Has
contado cada una de las cosas a las que te has aficionado con verdadera
devoción, has enumerado las conductas que te han hecho volar lejos, has listado
lo que eres, tienes, sabes y posees? ¿Has inventariado el tiempo diluido, el
que está en uso y el que vendrá? Me adicciono a la vida viviendo lento y
pausado en los días desbocados, en los meses que desfilan como un vértigo en el
calendario, en los años que se escapan por las rendijas del tiempo.
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